Iba al FIB (9 años después de aquella mítica edición de The Cure+Muse+Radiohead) convencido de que esta edición era una carrera de fondo; había que llegar fresco al final. Si mientras tanto había que filtrar los grupos que no interesan, sacrificar otros que llaman la atención o que pudieran suponer un descubrimiento, pero que lamentablemente se solapan con los imprescindibles, se hacía sin remordimientos. En ocasiones, no es una cuestión de coincidencia de horarios, si no sencillamente de que los minutos inmediatamente anteriores son necesarios para coger una posición medianamente decente. En un macrofestival como éste de Benicàssim hay mucha oferta, obvio, pero no toda es top. Por eso la relativa decepción experimentada el primer día, el jueves, no fue muy importante, sabedores como éramos de que lo mejor estaba reservado para la última jornada.
El jueves es un día diseñado única y exclusivamente para la horda de británicos ávidos de alcohol (y lo que no es alcohol) que colonizan esta localidad castellonense año tras año. Un ejército de anglosajones de tez colorada que invaden cualquier rincón del recinto y alrededores. Debe ser que me estoy haciendo viejo pero creo que no he visto jamás semejante espectáculo de gente pasada de vueltas deambulando arriba y abajo. Afortunadamente este aspecto sólo fue llamativo el primer día, y se fue diluyendo como un azucarillo en las jornadas siguientes, a medida que el cansancio iba haciendo mella. Pero pasemos a lo que interesa: los conciertos.
Dorian fueron un quiero y no puedo. En directo, incluso temas que suenan agradables y bien arreglados en el disco pierden bastante fuerza. Tienen una fórmula única, que no es mala, pero la aplican a cada tema hasta la extenuación, dando la sensación de que si les dejas sin ciertos momentos logrados por un tema redondo como «A cualquier otra parte» te queda un sucedáneo de Modestia Aparte. Mucha base pregrabada, estructuras repetidas y cantante chillón. Es innegable que tienen cosas muy buenas y potencial para hacer canciones pegadizas y con letras con las que es fácil que el público se identifique, pero les falta cierta garra y variedad en su repertorio. The Streets no estuvieron al nivel de un cabeza de cartel del escenario Maravillas. Serán muy conocidos para el público de las islas, pero un servidor ni tenía noticia de su existencia ni parece que se estuviese perdiendo gran cosa. Para acabar la jornada, Chase and Status se mostraron como un primo segundo de Prodigy sin muchas cosas nuevas o interesantes que ofrecer. No fue lo que se dice una jornada muy prometedora.
El viernes la historia, afortunadamente, cambió de manera radical. Se intuía, por el menú. Al privilegio que supone ver a Ainara Legardon prácticamente en familia, impregnado completamente de la energía que desprenden los contrastes tan logrados entre valles de tranquilidad y brutales apariciones guitarreras, evocando a la mejor PJ Harvey, pues eso, que si a eso le añadimos que un poco antes de acabar ya estaban Leo Mateos y los suyos nudozurdeando en el escenario grande unos metros más allá, la tarde ya superaba con creces la propuesta de la noche anterior. Nudozurdo nunca será un grupo para grandes audiencias, de estadios o cosas así. Su propuesta necesita más intimidad, se multiplica exponencialmente con más rebote para que sus juegos de guitarras envolventes sean más efectivos. Se notó que estaban un poco fuera de sitio en ese sentido. La manía que le ha dado a Leo por cambiar los fraseados de las canciones provoca una sensación extraña entre aquellos que nos sabemos sus discos al dedillo. Aún así estuvieron bien, sobrios, defendiendo lo suyo y absolutamente inmersos en estilo. En su estilo, ese que han forjado a base de discos magníficos, un estilo pulido con esmero, cuidando cada detalle del sonido. Resumiendo, les faltaron cuatro paredes y más conexión con el público, asignatura pendiente de los madrileños en muchos de sus bolos.
Elbow. Y el sonido que rozó la perfección. Impecable, minucioso, con cada mínimo detalle perceptible. Una gozada para los oídos. El frontman un poquito pesadito con sus monsergas entre tema y tema, que restaron continuidad a la actuación, que quizás pecó de un repertorio demasiado concentrado en su último trabajo «Build a rocket, boys«, dejando fuera del setlist clásicos como «Fallen Angel» o «Leaders of the free world«. En ese sentido me dejaron con ganas de más, pero lo suplieron con una sutilidad y un buen gusto que dejaron maravillados a los asistentes. No me los pierdo cuando vengan a Madrid en otoño, donde a buen seguro no se dejarán nada en el tintero y nos deleitarán con un concierto completo.
Y hablando de codos, The Strokes. Nos las prometíamos muy felices tras situarnos en una posición que a priori consideramos estratégica: centrados, bastante delante. Unas educadas chicas (de las pocas españolas que debieron asistir) nos preguntaron cándidamente si nosotros íbamos a saltar mucho. Je. No, tranquila, no somos de ésos. Algunos guiris borrachos dando la nota, uno incluso se atrevió a…en fin, lo dejaremos para otra ocasión. No pasó ni un nanosegundo entre el primer guitarrazo y el terremoto. Salimos despedidos en direcciones opuestas, recuperamos a duras penas la verticalidad para darnos cuenta que estábamos a 20 metros de nuestro sitio original. Escenas de pánico. Convencimiento inmediato de que había que huir de allí rápido. Pero claro, entre unas cosas y otras, los energéticos temas de The Strokes se iban sucediendo, con momentos álgidos como «Last Nite» y «Reptilia«, que pudimos disfrutar a medida que íbamos luchando por buscar una vía de escape. Tardamos 7 u 8 temas en escapar de aquella marabunta enloquecida. Y lo cierto es que estaban sonando de escándalo y aquello era una fiesta, pero uno ya no está para determinados trotes.
El sábado tenía varios alicientes claros: volver a disfrutar de Lori Meyers (que en directo mejoran espectacularmente la experiencia de escuchar sus discos) y ver por primera vez a Tame Impala. Los granadinos no defraudaron en absoluto, tuvieron el escenario Maravillas a su disposición e hicieron buen uso del mismo con un despliegue y un saber estar que transmitía estupendas vibraciones. Como bien dijo Noni, son un grupo de primera. Antes, los australianos de Tame Impala nos dejaron boquiabiertos nada más aparecer…no podía ser que esos cuatro niñatos imberbes fuesen los responsables de ese discazo que es «InnerSpeaker«. Calculo que si rondan la veintena será de milagro. Se les notó verdecillos, pero aún así defendieron fenomenalmente las psicodélicas y envolventes canciones que les caracterizan, dejando al personal más que satisfecho.
Arctic Monkeys nunca me han llamado la atención. Tenía la impresión de que eran unos aporreaguitarras y, a juzgar por el ratito que les vi, no me equivocaba mucho. Vale que son capaces de hacer canciones que no dejan indiferente como «I Bet You Look Good On the Dance Floor«, pero su bagaje es bastante insuficiente para ser tan renombrados y se me antoja que están muy sobrevalorados. Así que preferí ir a ver a Beirut, que al menos tienen una propuesta más original. Agradables, emocionantes a veces, pelín repetitivos desde el punto de vista melódico y armónico, boicoteados por el mayor volumen de los otros escenarios que solapaban un poco su propuesta, menos dotada de decibelios. Era una lucha en inferioridad de condiciones, hasta el punto que suscitó las quejas del propio cantante del grupo, que lamentó el volumen tan alto que llegaba a su escenario desde las otras zonas del recinto. Vimos un ratito a los Arctic Monkeys por cumplir el expediente y poder reafirmarnos en nuestros prejuicios: no me dicen nada. En resumen, quizás fue el día más flojo del festival en general, pero sirvió de tregua perfecta para coger energías de cara al plato fuerte que nos tenía reservado el último día.
El objetivo del domingo era claro: situarse bien de cara a Arcade Fire y, sobre todo, Portishead. Lo demás daba un poco igual, la verdad. Llegamos a mitad de concierto de unos Antònia Font que no terminaron de seducir nunca con su surrealismo artificial y algo impostado, aderezado de cierta impericia en la ejecución técnica. El meollo, estaba claro, se cocía en las inmediaciones del escenario grande, el Maravillas, donde Catpeople llevaba ya un rato defendiendo en vivo con bastante dignidad su insípido último disco, demasiado tribalizado, un intento tan exagerado de huir de sus etiquetas anteriores que prácticamente les dejaba desprovistos de su personalidad. En directo los temas no mejoran excesivamente, siguen carentes de alma y de punch, siguen teniendo demasiados arreglos africanizados, pero al menos suenan agradables y conjuntados, así que nos sentamos a tomar unas cervezas oteando el horizonte y estudiando los movimientos migratorios del respetable antes de las últimas actuaciones de la noche.
Nos aproximamos a la ubicación definitiva sorprendidos por lograr una posición tan privilegiada, eso sí, con la contrapartida de tener que tragarnos el bodrio perpetrado por unos Noah and the Whale que dejaron patente su condición de banda con perspectiva comercial, con un look que hubiesen firmado los primeros Pet Shop Boys y cuya actuación fue un mal necesario si tenemos en cuenta que la mejor parte de la misma fue el preludio de espera consistente en una versión orquestada del Bohemian Rhapsody de Queen que fue coreado por todos para ir descargando tensiones.
Y acabaron. Y entonces salió ella. Sin darse mucha importancia, casi pidiendo perdón. Y hacía bien, luego lo comprendí. Pedía perdón por arrebatarnos el alma y alienarnos con su lacerante voz, con la solemnidad y perfección del acompañamiento del resto de la banda. Encogida, tímida, hasta que abre la boca. Entonces el torrente desborda lo que hay cerca e inunda nuestros sentidos de algo realmente indescriptible. Beth Gibbons y los demás integrantes de Portishead nos transportaron durante una hora y pocos minutos a sitios a los que pocas otras bandas te pueden llevar, por algo los bautizaron ( a su pesar) como los impulsores del trip-hop: son un verdadero trippy sónico. El derroche de «Cowboys», la atronadora repetición de«Machine Gun», las melodías de«Glory Box» y «Roads» o una versión intimista de «Wandering Star» fueron momentos álgidos de un setlist que se podría calificar de casi perfecto. La sincronización entre una guitarra que está para hacer apuntes concretos en momentos puntuales, minimalista pero necesaria, las tablas de DJ que aparecen en el momento preciso, los sintetizadores elegidos con un gusto inigualable, los ritmos casi automatizados de un Clive Deamer recién llegado de sus sesiones con Radiohead, todo tan metódico, tan estudiado. Nada superfluo, nada excesivo, no sobraba ni faltaba ni un detalle. El público que asistía masivamente guardaba un respetuoso silencio difícil de ver en otros conciertos en cada pasaje que lo requería, creando una sensación casi irreal.
Merecieron la espera 16 años de espera para ver a esta banda, que tan poco se prodiga tanto en escenarios como en el estudio: reflexionando más tarde sobre esto mismo caía en la cuenta de lo extraño que es que una banda tan longeva y con una trayectoria así, haya publicado sólo tres discos. Eso sí, de una calidad tal que se les puede y debe considerar unos clásicos. Y acabaron, también. Y al segundo ya estábamos nostálgicos. Preguntándonos cuánto tiempo pasará para volver a verlos y a sentirlos.
Pero no había mucho tiempo para lamentos. Arcade Fire no tienen piedad de nadie. Anunciaron que lo iban a dar todo porque era el último concierto de la gira. Y vaya si lo dieron. Qué energía. Qué buen rollo. Qué dinamismo. Qué manera de disfrutar y de hacer disfrutar al que te está viendo. Es difícil hoy en día ver un espectáculo mejor que el que brindan estos canadienses. Tambores volando, rotaciones constantes, músicos estupendos, adrenalina, buen gusto, tantas cosas que se me escapan la mayoría. «Ready to Start«, menuda declaración de intenciones, «No Cars Go» y las reminiscencias de Prefab Sprout, «The Suburbs» y «Tunnels» y sus regresiones temporales. Un sinfín de temazos. Grandes canciones que podrían ser incluso hits de radiofórmula, así, sin complejos (afortunadamente no lo son, por otra parte). Todo tan tarareable.
La comunión colectiva de ese himno generacional llamado «Wake Up«. Un colofón genial para un festival estupendo en líneas generales, al que quizás le falte un poco más de protagonismo para los grupos españoles y quizás un poco menos de público pasadísimo de rosca. ¿Volveremos? Claro. Sólo traednos a ciertos chicos de Oxford el año próximo.