FIB 2011 @ Benicàssim

Iba al FIB (9 años después de aquella mítica edición de The Cure+Muse+Radiohead) convencido de que esta edición era una carrera de fondo; había que llegar fresco al final. Si mientras tanto había que filtrar los grupos que no interesan, sacrificar otros que llaman la atención o que pudieran suponer un descubrimiento, pero que lamentablemente se solapan con los imprescindibles, se hacía sin remordimientos. En ocasiones, no es una cuestión de coincidencia de horarios, si no sencillamente de que los minutos inmediatamente anteriores son necesarios para coger una posición medianamente decente. En un macrofestival como éste de Benicàssim hay mucha oferta, obvio, pero no toda es top. Por eso la relativa decepción experimentada el primer día, el jueves, no fue muy importante, sabedores como éramos de que lo mejor estaba reservado para la última jornada.

El jueves es un día diseñado única y exclusivamente para la horda de británicos ávidos de alcohol (y lo que no es alcohol) que colonizan esta localidad castellonense año tras año. Un ejército de anglosajones de tez colorada que invaden cualquier rincón del recinto y alrededores. Debe ser que me estoy haciendo viejo pero creo que no he visto jamás semejante espectáculo de gente pasada de vueltas deambulando arriba y abajo. Afortunadamente este aspecto sólo fue llamativo el primer día, y se fue diluyendo como un azucarillo en las jornadas siguientes, a medida que el cansancio iba haciendo mella. Pero pasemos a lo que interesa: los conciertos.

Dorian fueron un quiero y no puedo. En directo, incluso temas que suenan agradables y bien arreglados en el disco pierden bastante fuerza. Tienen una fórmula única, que no es mala, pero la aplican a cada tema hasta la extenuación, dando la sensación de que si les dejas sin ciertos momentos logrados por un tema redondo como «A cualquier otra parte» te queda un sucedáneo de Modestia Aparte. Mucha base pregrabada, estructuras repetidas y cantante chillón. Es innegable que tienen cosas muy buenas y potencial para hacer canciones pegadizas y con letras con las que es fácil que el público se identifique, pero les falta cierta garra y variedad en su repertorio. The Streets no estuvieron al nivel de un cabeza de cartel del escenario Maravillas. Serán muy conocidos para el público de las islas, pero un servidor ni tenía noticia de su existencia ni parece que se estuviese perdiendo gran cosa. Para acabar la jornada, Chase and Status se mostraron como un primo segundo de Prodigy sin muchas cosas nuevas o interesantes que ofrecer. No fue lo que se dice una jornada muy prometedora.

Ainara Legardon

El viernes la historia, afortunadamente, cambió de manera radical. Se intuía, por el menú. Al privilegio que supone ver a Ainara Legardon prácticamente en familia, impregnado completamente de la energía que desprenden los contrastes tan logrados entre valles de tranquilidad y brutales apariciones guitarreras, evocando a la mejor PJ Harvey, pues eso, que si a eso le añadimos que un poco antes de acabar ya estaban Leo Mateos y los suyos nudozurdeando en el escenario grande unos metros más allá, la tarde ya superaba con creces la propuesta de la noche anterior. Nudozurdo nunca será un grupo para grandes audiencias, de estadios o cosas así. Su propuesta necesita más intimidad, se multiplica exponencialmente con más rebote para que sus juegos de guitarras envolventes sean más efectivos. Se notó que estaban un poco fuera de sitio en ese sentido. La manía que le ha dado a Leo por cambiar los fraseados de las canciones provoca una sensación extraña entre aquellos que nos sabemos sus discos al dedillo. Aún así estuvieron bien, sobrios, defendiendo lo suyo y absolutamente inmersos en estilo. En su estilo, ese que han forjado a base de discos magníficos, un estilo pulido con esmero, cuidando cada detalle del sonido. Resumiendo, les faltaron cuatro paredes y más conexión con el público, asignatura pendiente de los madrileños en muchos de sus bolos.

Elbow. Y el sonido que rozó la perfección. Impecable, minucioso, con cada mínimo detalle perceptible. Una gozada para los oídos. El frontman un poquito pesadito con sus monsergas entre tema y tema, que restaron continuidad a la actuación, que quizás pecó de un repertorio demasiado concentrado en su último trabajo «Build a rocket, boys«, dejando fuera del setlist clásicos como «Fallen Angel» o «Leaders of the free world«. En ese sentido me dejaron con ganas de más, pero lo suplieron con una sutilidad y un buen gusto que dejaron maravillados a los asistentes. No me los pierdo cuando vengan a Madrid en otoño, donde a buen seguro no se dejarán nada en el tintero y nos deleitarán con un concierto completo.

Y hablando de codos, The Strokes. Nos las prometíamos muy felices tras situarnos en una posición que a priori consideramos estratégica: centrados, bastante delante. Unas educadas chicas (de las pocas españolas que debieron asistir) nos preguntaron cándidamente si nosotros íbamos a saltar mucho. Je. No, tranquila, no somos de ésos. Algunos guiris borrachos dando la nota, uno incluso se atrevió a…en fin, lo dejaremos para otra ocasión. No pasó ni un nanosegundo entre el primer guitarrazo y el terremoto. Salimos despedidos en direcciones opuestas, recuperamos a duras penas la verticalidad para darnos cuenta que estábamos a 20 metros de nuestro sitio original. Escenas de pánico. Convencimiento inmediato de que había que huir de allí rápido. Pero claro, entre unas cosas y otras, los energéticos temas de The Strokes se iban sucediendo, con momentos álgidos como «Last Nite» y «Reptilia«, que pudimos disfrutar a medida que íbamos luchando por buscar una vía de escape. Tardamos 7 u 8 temas en escapar de aquella marabunta enloquecida. Y lo cierto es que estaban sonando de escándalo y aquello era una fiesta, pero uno ya no está para determinados trotes.

Lori Meyers

El sábado tenía varios alicientes claros: volver a disfrutar de Lori Meyers (que en directo mejoran espectacularmente la experiencia de escuchar sus discos) y ver por primera vez a Tame Impala. Los granadinos no defraudaron en absoluto, tuvieron el escenario Maravillas a su disposición e hicieron buen uso del mismo con un despliegue y un saber estar que transmitía estupendas vibraciones. Como bien dijo Noni, son un grupo de primera. Antes, los australianos de Tame Impala nos dejaron boquiabiertos nada más aparecer…no podía ser que esos cuatro niñatos imberbes fuesen los responsables de ese discazo que es «InnerSpeaker«. Calculo que si rondan la veintena será de milagro. Se les notó verdecillos, pero aún así defendieron fenomenalmente las psicodélicas y envolventes canciones que les caracterizan, dejando al personal más que satisfecho.

Tame Impala

Arctic Monkeys nunca me han llamado la atención. Tenía la impresión de que eran unos aporreaguitarras y, a juzgar por el ratito que les vi, no me equivocaba mucho. Vale que son capaces de hacer canciones que no dejan indiferente como «I Bet You Look Good On the Dance Floor«, pero su bagaje es bastante insuficiente para ser tan renombrados y se me antoja que están muy sobrevalorados. Así que preferí ir a ver a Beirut, que al menos tienen una propuesta más original. Agradables, emocionantes a veces, pelín repetitivos desde el punto de vista melódico y armónico, boicoteados por el mayor volumen de los otros escenarios que solapaban un poco su propuesta, menos dotada de decibelios. Era una lucha en inferioridad de condiciones, hasta el punto que suscitó las quejas del propio cantante del grupo, que lamentó el volumen tan alto que llegaba a su escenario desde las otras zonas del recinto. Vimos un ratito a los Arctic Monkeys por cumplir el expediente y poder reafirmarnos en nuestros prejuicios: no me dicen nada. En resumen, quizás fue el día más flojo del festival en general, pero sirvió de tregua perfecta para coger energías de cara al plato fuerte que nos tenía reservado el último día.

El objetivo del domingo era claro: situarse bien de cara a Arcade Fire y, sobre todo, Portishead. Lo demás daba un poco igual, la verdad. Llegamos a mitad de concierto de unos Antònia Font que no terminaron de seducir nunca con su surrealismo artificial y algo impostado, aderezado de cierta impericia en la ejecución técnica. El meollo, estaba claro, se cocía en las inmediaciones del escenario grande, el Maravillas, donde Catpeople llevaba ya un rato defendiendo en vivo con bastante dignidad su insípido último disco, demasiado tribalizado, un intento tan exagerado de huir de sus etiquetas anteriores que prácticamente les dejaba desprovistos de su personalidad. En directo los temas no mejoran excesivamente, siguen carentes de alma y de punch, siguen teniendo demasiados arreglos africanizados, pero al menos suenan agradables y conjuntados, así que nos sentamos a tomar unas cervezas oteando el horizonte y estudiando los movimientos migratorios del respetable antes de las últimas actuaciones de la noche.

Nos aproximamos a la ubicación definitiva sorprendidos por lograr una posición tan privilegiada, eso sí, con la contrapartida de tener que tragarnos el bodrio perpetrado por unos Noah and the Whale que dejaron patente su condición de banda con perspectiva comercial, con un look que hubiesen firmado los primeros Pet Shop Boys y cuya actuación fue un mal necesario si tenemos en cuenta que la mejor parte de la misma fue el preludio de espera consistente en una versión orquestada del Bohemian Rhapsody de Queen que fue coreado por todos para ir descargando tensiones.

Portishead

Y acabaron. Y entonces salió ella. Sin darse mucha importancia, casi pidiendo perdón. Y hacía bien, luego lo comprendí. Pedía perdón por arrebatarnos el alma y alienarnos con su lacerante voz, con la solemnidad y perfección del acompañamiento del resto de la banda. Encogida, tímida, hasta que abre la boca. Entonces el torrente desborda lo que hay cerca e inunda nuestros sentidos de algo realmente indescriptible. Beth Gibbons y los demás integrantes de Portishead nos transportaron durante una hora y pocos minutos a sitios a los que pocas otras bandas te pueden llevar, por algo los bautizaron ( a su pesar) como los impulsores del trip-hop: son un verdadero trippy sónico. El derroche de «Cowboys», la atronadora repetición de«Machine Gun», las melodías de«Glory Box» y «Roads» o una versión intimista de «Wandering Star» fueron momentos álgidos de un setlist que se podría calificar de casi perfecto. La sincronización entre una guitarra que está para hacer apuntes concretos en momentos puntuales, minimalista pero necesaria, las tablas de DJ que aparecen en el momento preciso, los sintetizadores elegidos con un gusto inigualable, los ritmos casi automatizados de un Clive Deamer recién llegado de sus sesiones con Radiohead, todo tan metódico, tan estudiado. Nada superfluo, nada excesivo, no sobraba ni faltaba ni un detalle. El público que asistía masivamente guardaba un respetuoso silencio difícil de ver en otros conciertos en cada pasaje que lo requería, creando una sensación casi irreal.

Portishead

Merecieron la espera 16 años de espera para ver a esta banda, que tan poco se prodiga tanto en escenarios como en el estudio: reflexionando más tarde sobre esto mismo caía en la cuenta de lo extraño que es que una banda tan longeva y con una trayectoria así, haya publicado sólo tres discos. Eso sí, de una calidad tal que se les puede y debe considerar unos clásicos. Y acabaron, también. Y al segundo ya estábamos nostálgicos. Preguntándonos cuánto tiempo pasará para volver a verlos y a sentirlos.

Arcade Fire

Pero no había mucho tiempo para lamentos. Arcade Fire no tienen piedad de nadie. Anunciaron que lo iban a dar todo porque era el último concierto de la gira. Y vaya si lo dieron. Qué energía. Qué buen rollo. Qué dinamismo. Qué manera de disfrutar y de hacer disfrutar al que te está viendo. Es difícil hoy en día ver un espectáculo mejor que el que brindan estos canadienses. Tambores volando, rotaciones constantes, músicos estupendos, adrenalina, buen gusto, tantas cosas que se me escapan la mayoría. «Ready to Start«, menuda declaración de intenciones, «No Cars Go» y las reminiscencias de Prefab Sprout, «The Suburbs» y «Tunnels» y sus regresiones temporales. Un sinfín de temazos. Grandes canciones que podrían ser incluso hits de radiofórmula, así, sin complejos (afortunadamente no lo son, por otra parte). Todo tan tarareable.

Arcade Fire

La comunión colectiva de ese himno generacional llamado «Wake Up«. Un colofón genial para un festival estupendo en líneas generales, al que quizás le falte un poco más de protagonismo para los grupos españoles y quizás un poco menos de público pasadísimo de rosca. ¿Volveremos? Claro. Sólo traednos a ciertos chicos de Oxford el año próximo.

Maga@ Sala Caracol 15/06/2011

Cuando vas a un concierto de Maga, las expectativas, como no puede ser de otra manera dada la calidad de la banda, son altísimas. Es difícil encontrar un grupo con tantas melodías perfectas, con letras tan poéticas, con una ejecución vocal rayando la perfección y con una trayectoria tan intachable. Quizá ese listón tan elevado hace que salga uno con sensaciones agridulces de su concierto en Caracol, quizá porque la corrección y la fuerza casan mal, quizás porque, y ahí está el reto, les faltan unas décimas para lograr transmitir al mismo nivel que lo hacen sus magníficos discos. Miguel tira del carro ante la aparente tranquilidad de sus compañeros, se vuelca en cada estribillo intentando lograr una comunión total con el público. En varias ocasiones lo consigue, especialmente en momentazos concretos de temas considerados ya clásicos como «Agosto Esquimal», probablemente uno de los mejores estribillos del pop español de la pasada década. Pero hay algo de crudo, algo de debilidad en otros que se esperan potentes: «Des-pi-de» suena un poco huérfano de decibelios, de garra. «Astrolabios» pide a gritos el ambiente que le imprime la caja de ritmos de la grabación. Por otro lado, la sucesión de los temas más artesanales y de algún modo más analógicos de su último trabajo «A la hora del sol» es una concatenación de dulzura y buen gusto, de reconciliación con el pop español de calidad, de darse uno cuenta de que es posible tener un vocalista que sabe cantar y que escribe a un nivel que ya quisieran muchos poetas. Y en directo, eso sí que no falla. «Silencio», «Sal y otras historias» , «Sí, pero no lo soy» sonaron limpias, auténticas. «Diecinueve» fue una delicia. La conclusión que se puede sacar es que con semejante repertorio de obras magníficas, una pequeñita dosis de actitud y fuerza deberían ser suficientes para consagrar, si cabe aún más, a Maga como una de las mejores del pop hecho en castellano.

Nudozurdo + La Débil @ Rock Kitchen, 9/06/2011

Llegar y ver a unos señores descamisados que están apaleando cualquier cosa susceptible de ser percutida con mazas, martillos o lo que se ponga por medio. Y en actitud aparentemente casual, sin boato ni poses, de una manera pura y rudimentaria, como en una fragua, de Vulcano o de quienquiera que sea el herrero de Torrijos. Y que tras la primera canción se te escape un «!hostia, de lo más impactante que he visto últimamente¡». Porque impactar, impactan a todo y con todo. Y que a los veinte minutos digas » es suficiente». Y que de la excitación inicial más absoluta fruto de lo sugerente, lo visual, lo tribal, lo ancestral, lo animal de su propuesta, pasemos en relativamente poco tiempo al hartazgo por saturación. K.O técnico. Tan raro, tan extraño, tan difícil. Incalificables estos La Débil, lo cuál es un halago, al menos durante un rato prudencial.

Y luego, el desquite. La venganza no tan fría del bolo-para-olvidar de hace unos meses en la Caracol. Leo Mateos y los suyos recuperaban batería ( en todos los sentidos) y se notó una barbaridad. Volvieron a ser ellos mismos, y eso es mucho decir. Con sus pausas, recuperando sus tiempos y sus intensidades, sus tensiones, inalcanzables para casi todas las demás bandas del panorama actual. Cambiaron repertorio, reinventaron clásicos como » Viaja hacia mí» o » El hijo de Dios». Se les notó cómodos, todo lo contrario que en la presentación de » Tara Motor Hembra». Si hasta Leo se movía… Especialmente épicas » Prometo hacerte daño» o » Golden gotelé». » Mil espejos» con público entregado. «Negativo» impecable para acabar.Sensación contínua de conciertazo. Sonido, a pesar de algunos pesares achacables a quién sabe qué limitaciones de la sala, correcto, mucho mejor que en Caracol a una distancia sideral. Un José Luis Rodríguez » El Puma» wannabe, ataviado con una camiseta de la selección Argentina, merodeando bandeja en mano con viandas varias emanando olores evocadores para nuestros sufridos estómagos. Nudozurdo alimentándonos el tímpano y el alma. Cocina del rock, al fin y al cabo, sí señor. (para http://www.buscamusica.es)

Maronda: «El fin del mundo en mapas»

Justo cuando me disponía a escribir que había algo de ochentero en lo que nos proponen Maronda en “El fin  el mundo en mapas”, me di cuenta de que me quedaba corto, o más bien, que era inexacto. ¿Más sesenteros quizás? Abarcan más tiempo que sólo una década, tienen más aristas, se aproximan de alguna manera a Lori Meyers en esa intención de ser atemporales, de permanecer al margen de corrientes, de hacer prevalecer la canción pura y dura por encima de otros aspectos. Melodías y ritmos sin pretensiones, sin alardes, pero capaces de transmitir, que es al fin y al cabo de lo que se trata. Canciones cuidadas y pulcramente acabadas, que pecan quizás de convencionales, de sonar siempre a algo ya escuchado anteriormente.

La corrección y la falta de riesgos no es siempre la virtud, salvo que tengas la práctica en la materia que te brinda una larga experiencia en una banda como «La Habitación Roja». Y eso es, de manera evidente, lo que aporta Marc Greenwood a este proyecto: conocimiento del medio en que se maneja.

Desde la muy brincosa «Cambiada» a la más oscura y synth-based «Buenaventura» nos encontramos con una colección de 14 canciones con una dosis bastante notable de variedad, que no defraudará a los fans de»La Habitación Roja», pero que quizás se quede un poco corto en cuanto a capacidad de seducción a la hora de atraer a otro tipo de público.

A qué suena Jaén: AUTÓMATAS (via JaénSquare)

A qué suena Jaén: AUTÓMATAS En JaenSquare seguimos trabajando duramente para descifraros el ADN jiennense del panorama musical actual. Hoy os traemos a AUTÓMATAS, un grupo que está a caballo entre Jaén y Navarra y que ya cuentan con dos EP’s y LP a sus espaldas.  Su primer trabajo, “Centesimal”,  fue premiado por la prestigiosa revista “Acordes” como “disco del mes”. El segundo trabajo, “Algunos secretos te declaran”  fue su empujón definitivo en el panorama musical español … Read More

via JaénSquare

Lagartija Nick @ Caracol, 19/05/2011 : #losputosamos

De una zona de conflicto a otra. Separadas por pocos metros. De Sol a Caracol. La tarde fue, por lo tanto, muy  conflictiva. En el buen sentido, si tal cosa se me permite. Lagartija Nick vive una segunda juventud. Olvidados ya, afortunadamente, sus devaneos con el trash metal, han encadenado una serie de trabajos que, si bien no alcanzan el nivel de genialidad absoluta de su trilogía magistral Hipnosis-Inercia-Su, siguen mostrando un nivel  difícil de encontrar actualmente. Da igual la formación que presenten (en esta ocasión un trío Arias-Erik-Víctor Lapido), la electricidad de su pop-rock sónico no decae y su genuina originalidad abruma como siempre. Pocos grupos tienen un estilo y un sonido tan reconocibles y al mismo tiempo tan completamente distintos a lo que hacen sus contemporáneos. Han vuelto a sus orígenes, cuando tras discos como «Ulterior» o su disco homónimo algunos nos temimos haberlos perdido para siempre. Ni un resquicio tan sólo dejan para esos LPs y esa época en los directos, excepción hecha de miradas de soslayo a «Val del Omar«, punto de inflexión clarísimo en su historia. Las letras postmodernas de Arias, los inconfundibles golpes brutales de Erik, las guitarras salvajes y rabiosas, futuristas y desordenadas, de Lapido. El wah-wah y la distorsión, las frenéticas líneas de bajo. Sonido Lagartija. #losputosamos, que diría Pep.

Y ya centrándonos en el concierto en sí, también, nivel Lagartija Nick. Antonio Arias es un genio. Y un genio prolífico, inquieto. Un frontman con personalidad, talento y sentido del humor. Y no pierde oportunidad de demostrarlos cada vez que sube a un escenario. Si a eso le unimos la entrega de Erik y Víctor Lapido, cualquier fan irredento de la banda, entre los cuáles me incluyo, tuvo obligatoriamente que disfrutar intensamente del espectáculo (quizás un poco corto, por poner alguna pega) . Sin importar que el aforo, mermado quizás por la temprana hora, fuese apenas media sala. «Tan raro, tan extraño, tan difícil», «Inercia», «Estratosfera» «Nuevo Harlem», «Universal«,  fueron algunos de los clásicos que fueron intercalando entre los nuevos temas que aspiran a serlo y que conforman «Zona de conflicto«, su nueva entrega. Sonaron «Tiempo de Exposición», «Mi vida anterior» o «Supercuerda» entre las candidatas a engrosar sus setlists futuros. Incluso incluyeron canciones extraídas del álbum en solitario de Antonio, «Multiverso«, dándole si cabe más variedad al concierto y haciéndolo aún más completo. El hecho de que se echaran en falta algunos «imprescindibles» no deja ser un muy buen síntoma, un indicador de que esta banda tiene una trayectoria magnífica y de que están más vivos que nunca, por mucho que nos digan que están en zona de conflicto.

Vicio propio, Thomas Pynchon

Sé lo que me voy a encontrar, a grandes rasgos, cuando me dispongo a leer un libro de Thomas Pynchon. La exageración y la minuciosidad en la descripción llevadas hasta la obsesión. Pynchon es tan preciso y cuidadoso con cada minúsculo detalle como esquivo y huraño cuando se trata de publicitar sus asuntos personales, desconocidos hasta la fecha por el gran público, salvo anécdotas varias y leyendas urbanas de dudosa credibilidad que circulan incontroladas por la red de redes. Todo esto le convierte, en mi opinión, en alguien fascinante. Pareciera que, al tiempo que protege y oculta su identidad, en la medida de lo posible en los tiempos que corren, se esmerase en desgranar hasta el límite la de sus personajes y sus historias, frenéticas y disparatadas, creíbles precisamente por lo aparentemente inverosímiles que pueden resultar en ocasiones.

Y eso que se puede decir que, en comparación con el resto de su obra hasta la fecha, Pynchon resulta bastante comedido en su última novela. Comedido en el sentido de convencional, de fácil y asequible para el lector medio, cualidades éstas no muy habituales en él. Digamos que en esta ocasión tiene una deliberada piedad por los que estamos al otro lado, característica ésta que brilla por su ausencia en anteriores obras del autor americano tales como «El arcoiris de gravedad», «V» o «La subasta del lote 49«, auténticos rompecabezas que muchas veces nos acaban abrumando y dejándonos con sentimientos encontrados, a medio camino entre el reconocimiento a su gran capacidad como tejedor de historias rocambolescas y el de la incapacidad propia para seguir sus devaneos literarios. En resumen, sensaciones no muy distintas de las que se tienen leyendo a Joyce, por ejemplo, salvando las distancias, estilísticas sobre todo.

Vicio propio nos sitúa en un espeso microcosmos en el que no desentonarían personajes del estilo descuidado y casi entrañable de El Nota de El Gran Lebowsky. El entorno donde se desarrolla se puede casi palpar de tan real que lo presenta; esta novela suda, huele, late. Es divertido y frenético el vaivén de una miríada de personajes entrelazados en tramas de lo más variopintas, muy especialmente representados por  un detective hippy que se convierte de inmediato en el clásico antihéroe. El desorden y la superficialidad al estilo californiano están  presentes en cada escena, casi como un personaje más. La trama mezcla elementos clásicos de la novela negra con la explotación de tópicos sobre surfistas y músicos anclados en el bucle de los 70. El tratamiento de los personajes es, como decía anteriormente, peculiar: aparecen y desaparecen al antojo del autor sin demasiados artificios ni explicaciones. Son espontáneos y autónomos, parece que tuviesen voluntad propia para elegir en qué momentos y lugares del texto quieren tener protagonismo o pasar al olvido. Todo esto sazonado con referencias a protagonistas de la época como Charles Manson, a quien se atribuyen las culpas del miedo latente en las calles, o Richard Nixon, recurrente como pocos en cualquier relato setentero que se precie.

En Doc Sportello hallamos un clásico instantáneo, uno de esos personajes a los que es sencillo adjudicar de inmediato la cara de algún actor de Hollywood. Fumeta, descuidado, irónico, valiente porque no tiene arraigo ni nada que perder, preocupado sólo de encontrar a los mejores dealers, disfraza su auténtica búsqueda con otras, camuflando su único interés con una supuesta y relajada tarea detectivesca. Sólo reacciona a estímulos primarios: posibilidad de encontrar buena marihuana y sexo fácil. Lo demás no le interesa demasiado, pese a que detectamos una pátina de bonhomía, de compromiso oculto con el bien, que nos hace identificarnos y empatizar con él a lo largo de sus desventuras. La desaparición de su novia Shasta con el magnate Mickey Wolfmann, y la desesperada y poco clara petición de ayuda de la misma, es el desencadenante de una serie de sucesos que van complicando la historia poco a poco. Todo el mundo está relacionado, los grados de separación son mínimos, pareciese que la acción se desarrolla en una aldea, pero esto es, a fin de cuentas, no muy distinto de cómo funcionan las cosas en la realidad. El argumento, las intrigas sobre desapariciones, las brillantes descripciones de los los lapsos de memoria fruto de el consumo indiscriminado de todo tipo de sustancias por parte del protagonista y las aristas de los múltiples personajes son solo detalles necesarios para el verdadero fin: una nueva demostración de control del medio por parte de Pynchon. En esto casi se mimetizan autor y protagonista.

La novela es indiscutiblemente carne de celuloide, en muchos pasajes las palabras casi forman hologramas tangibles, tal es a veces la sensación de realidad. Y es ahí donde reside el principal mérito descriptivo de Pynchon, donde está la prueba incontestable de su maestría en el género. (Para La tormenta en un vaso )

Holywater @ Costello 14/05/2011 Contra los elementos: actitud

Soy madridista. Y casi, casi  que Mourinhista también. Pero ayer, mientras veía retorcerse a los tres componentes “disponibles” de Holywater sobre el escenario de la Costello, me asaltó un pensamiento que derivó en reflexión y que acabó por crearme dudas existenciales: “Si es un grave contratiempo que te falte un tío en un equipo de 11, no veas lo que tiene que ser que te falte en uno de 4 miembros”.  Pues no. A pesar de los pesares, asistimos atónitos a un espectáculo vitamínico de alto nivel, donde la banda gallega liderada por Ricardo Rodríguez, lejos de lamentarse porque un accidente de tráfico (afortunadamente sin consecuencias graves para Martín Alonso, guitarrista) les había dejado mermados, demostraron que saliendo al ataque con lo que tengas, a veces se gana. Y por goleada. Así que queda demostrado que olvidarse de las excusas es una buena terapia para superar las adversidades. Luego recobré la cordura y me di cuenta de que esto no es fútbol, qué leches: al Barça se las ponen que ni a Fernando VII…o a uno de esos.

Holywater es de esas bandas que te reconcilian con el panorama musical patrio, demostrando que la calidad no es una cuestión genética ni patrimonio exclusivo anglosajón. Si cerrásemos los ojos no sabríamos adivinar que estos chicos son de Lugo.

Salieron, saludaron y empezaron dando a diestro y siniestro, de un palo y de otro, desde reminiscencias grunge con guitarras rabiosamente brutales, hasta melodías que podrían haber sido un himno pop de mediados de los 90. Canciones con riqueza armónica y no exentas de potencia, perfectamente tarareables pero sin rendirse a lo comercial, capaces de gustar al más macarra y a una cohorte de quinceañeras. Piezas absolutamente maestras como “Too many lies”, “Try”, “Similar” o “Never be broken” hicieron las delicias de los asistentes, que reventaron la céntrica sala madrileña. Y sin bajar lo más mínimo en intensidad durante todo el repertorio. Especialmente llamativa, por destacar algo por encima del resto, fue el despliegue vocal del frontman, que rajó su garganta en cada estribillo como si le fuese la vida en ello, haciendo gala de una entrega que no se ve en cualquier concierto. Actitud le llaman. Demasiado le aguantaron las cuerdas de la guitarra, que terminaron por rendirse justo antes del último tema, sin bises porque, efectivamente, como bien recordó Ricardo, son un paripé innecesario. Y Holywater dejaron bastante claro en la noche de ayer que no habían venido a Madrid para paripés. (Publicado en http://www.buscamusica.es)

Havalina @ Sala Caracol; directos a la mandíbula

Estaba claro que salieron al ring con la intención y la seguridad de ganar, fuera por K.O o a los puntos. Y lo hicieron. Porque sí, se puede sonar potente y con claridad en la Sala Caracol. No sabe ya uno de qué dependen estas cosas, si de la sala, si del técnico, si del grupo…o si de la providencia…

El caso es que Havalina, ¿o debería decir un émulo de The Cure (por la duración del concierto)?, lo logró el jueves. Quizá ayude el formato simple de la banda (guitarra, bajo, batería) y lo claro que tienen que el protagonismo es prácticamente exclusivo para los riffs del guitarrista. Y bien merecido que lo tiene, porque son realmente desgarradores y dotan a sus canciones de una personalidad reconocible al instante. Lo cierto es que, por una razón o por otra, sonaron escandalosamente, en todos los sentidos, bien. Transformaron la mayoría de los temas de sus dos últimos trabajos «Imperfección» y «Las hojas secas» en una mezcla entre fuerza, psicodélia y tensión metódicamente elaborada. Instrumentalmente se podría decir que estamos ante una de las bandas más pulidas del panorama nacional: las guitarras de Cabezalí están a la altura de las del mejor Billy Corgan en ocasiones, mientras que en otras recuerdan a Robert Smith y Porl Thompson, muy bien acompañadas por una base rítmica impecable. Pero aún les queda un amplio margen de mejora para alcanzar más altas cotas, especialmente llamativo es el lastre que arrastran en el apartado lírico, donde son a veces repetitivos, previsibles y planos, con textos demasiado parecidos que caen en la rima fácil con demasiada frecuencia.

La banda de Manuel Cabezalí tiró de un extenso repertorio, tanto de este proyecto como de anteriores, de colaboraciones estelares como la de Alex Ferreira o Charlie Bautista, de otras más nostálgicas con otros antiguos miembros de la formación y hasta de versiones, o mejor dicho reproducción exacta del original, en el caso de la maravillosa «Dream Brother» del añorado Jeff Buckley.
Un muy grande, muy largo y muy recomendable espectáculo.